Fin de semana. La gente de cada ciudad sale a pasear. Niños con helados y balones de fútbol. Adolescentes apiñados en los bancos de los parques. Jóvenes que se arreglan para salir de fiesta. Parejas que van a cenar. El domingo por la tarde todo se frena, todo se para.
Cuando se está en otra ciudad, el fin de semana es un tiempo indeterminado. Uno no está trabajando, pero, sin conocer a nadie, se levanta el sábado, se mira al espejo y aparecen dos preguntas ¿qué hago aquí? ¿qué hago hoy?.
En La Paz el fin de semana es día de mercado. Hay muchos mercados. Se compra y se vende todo tipo de muebles, ropa o comida, entre puestos de salchichas a la brasa, manises, y cerveza.
Fui de mercado en mercado, de cuesta en cuesta, oliendo especias y pescados desconocidos para mi, viendo ropa de alpaca buena, y de imitación mala, entrando en el mercado negro y saliendo al mercado de las brujas, donde se venden estatuas hechas deprisa, y fetos de llama para conjuros, además de adornos diversos. Y de repente, allí estaba: jovencita y menuda, en medio de la calle, entre las tiendas, casi no se la veía. Tenía una tela pequeña con los collares y pulseras que iba haciendo, un estuche con piedras, unos alicates pequeños que movía ágilmente, y una gran mochila a la espalda, hecha de tela de llama.
La conversación fue fácil, picaba el sol y se veían pocos turistas. La relación, evidente: siendo francesa no hablaba inglés, mientras los paseantes de la hora de la siesta eran australianos que no hablaban ni francés ni español.
A mi me interesaba ver cómo vendía, quién se paraba y qué se decían. Después del segundo grupo, cuando me iba a marchar, vi algo raro en la mochila y pregunté qué llevaba. Me dijo que hablara más bajo, pero era tarde: llevaba un niño con ojos negros y brillantes, y mirada inteligente. Había conocido en Perú al padre, se habían casado (la alianza era de cobre, probablemente la habrían hecho ellos) y habían tenido un niño que iban criando por las ciudades. Pañales lavables y alimentación natural: le daba pecho “así no se pone enfermo nunca”.
Jugué un rato con el niño, y me hizo un amuleto. “Es cuarzo, recoge la energía de la tierra y está acabado en punta, como las pirámides, para concentrar la fuerza”. “Hay que dejarlo en la ventana cuando haga mucho sol o sea luna llena, para que se cargue”. Se lo pagué bien. Un amuleto así debe de ser muy útil.
El domingo, el mismo espejo y las mismas preguntas. La misma respuesta: a otros mercados. No me atreví a subir al mercado de El Alto. Dicen que me puedo perder. Fui a los mismos de la víspera, a darles otra vuelta. Todo estaba cerrado, se está preparando la procesión del Gran Poder y la gente estaba bailando en las comparsas, nadie se lo quería perder.
Las calles estaban cortadas, así que iba viendo diferentes pasos por donde podía avanzar. Al final, caí otra vez en la Plaza que da a la calle de las brujas. Estaba la familia. Conocí al padre. El mismo fuego negro en los ojos. Estuvimos hablando hasta que se secó la boca: chamanes, medicina natural, vida en la calle, el viaje. Nos tomamos una cerveza compartida en un local lleno de la gente que tocaba y vendía con ellos en la calle. No iban juntos, tampoco separados.
Él Había pasado la mitad de su vida viajando. Artesanía, música (de oído), y lo que surgiera. Nunca le había faltado, hasta que vino el niño. La sabiduría era la de un anciano, no por las palabras, sino por la forma, la manera de decir qué hacía y por qué. Lo llevaba dentro. Le pregunté. “Me han educado en la sabiduría antigua de la tierra, yo nací en la selva, mi familia viene de la selva”.
Conocí a su grupo: un belga, una neozelandesa (habían coincidido hace 3 años también en La Paz) un percusionista de la jungla boliviana, y él, que tocaba el viento, además de ella y el niño. Tocaban en la calle, para nosotros. “¿Tocamos un rato?” “Lo estamos haciendo” “No, en los restaurantes”. Me miraron y dijeron que se iban a tocar a los sitios de tomar“Pero no importa lo que nos den, lo hacemos porque nos gusta”.
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